Reflejo




 Existen noches diferentes. Noches en las que dejas de ser tuya y de pronto el mundo parece volverse más grande. Noches en las que respiras el doble para sentirte mucho menos viva tras cada bocanada.
 ¿Qué haces cuando llegan? Te levantas. Avanzas, casi levitas hasta encararte con el cristal de la ventana. No me preguntes por qué, nunca lo he entendido.
Llegas cansada de verte y permites que tu frente se marchite contra el vidrio helado. Por supuesto, no dices qué andas buscando. A veces intento decidir si la oscuridad se traga tu voz o si decides dejarte tragar entera para tener al menos un momento de descanso.
 Yo tampoco pregunto, me limito a mirar desde ninguna parte cómo echas raíces sobre la moqueta. El sueño no parece querer anclarse a tus párpados, así que buscas con la mirada algo más interesante que el mohín somnoliento en la mujer del cristal. Te dejas vagar un rato por las calles desiertas hasta que finalmente ocurre: clavas los ojos en el cielo.
 Siempre lo haces, pero esas noches son especiales. Las estrellas tiemblan, saludan, se agitan allá en las alturas. Danzan en espirales perfectas o convulsionan sin orden ni concierto ante la resignación contenida de una luna tal vez demasiado atenta.

Y de pronto te arrastran hacia arriba, donde ya no queda alma capaz de distinguir el destello de tus ojos entre tantísima chispa. Desapareces para encontrarte.
 Pero ya no eres tú. Has perdido a la mujer que languidece al otro lado del cristal. Te tiñes de blanco y negro. Huyes lo más lejos posible del suelo y tus ojos, todo noche y pupila, tiran cualquier rastro de llanto que pudiese quedar en ellos.
 ¿Cuánto tiempo dedicas a ser libre en las alturas? El suficiente para que tu cabello se vuelva blanco y las estrellas tengan el placer de jugar a trenzarlo. Durante esas noches especiales, no pierdes ocasión de pedir a la luna un puñado de historias. Memorizas su sonrisa, su voz anciana, sus ojos de luz y su espalda oscura. Cierras los ojos para grabar en ellos cada fragmento de recuerdo.
 Luego desciendes. Vuelves a tus raíces con el corazón más adormilado y menos roto. Recuperas ese rostro que el cristal de la ventana tiene ya tan aprendido y te desperezas para proclamarte dueña de un cuerpo que solo quiere huir al refugio de las sábanas.
 Cedes, siempre tras un par de bostezos bien sonoros. Tomas aire y dejas a los músculos el privilegio de tenderte allí donde mejor les parezca.
 Existen noches diferentes. Noches en las que el cuerpo pesa más que la mente. Noches en las que tus dedos nostálgicos encuentran una hebra blanca en tu cabello y la acarician antes de dormir.

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