Despertar



Muñequita rota, dejas hoy la estantería. 
Triste, tan triste, los pasos te llevan siempre hacia arriba. A trepar por los peldaños que suplican escuchar tu voz: “¡habla! Que el cielo comprenda para qué trepas. Habla, déjate si quieres la garganta para reclamar eso que perdiste allá en lo alto.” Por supuesto, callas. Siempre callas y el universo se pregunta si acaso tendrá beneficios el vivir amordazada. Tal vez tu actual mordaza, concluye, sea el no encontrar respuesta. ¿Acaso importa? Caminas, siempre sin rumbo, las huellas van siguiendo el ritmo de tus huesos al crujir. Ignoran que cada chasquido te clava las ruinas en lo más hondo del alma.
 Y, a cada metro escalado, el suelo te mira. Fuiste tan hermosa… ¿Qué te has hecho? 
 De tu yo antiguo queda tan solo una sombra con la piel rasgada. Alguien osó nombrar al sueño señor de tus mejillas de porcelana y los ojos alzaron murallas de un cristal vacío, quedando tan ciegos que los espejos lloran cuando acudes a ellos buscando tu cuerpo y te enredas con el engaño de los demonios aburridos.
 Escuchas, tomas su mano, cruzas el portal con parada en el infierno y tu sonrisa, harta de ser vestida como moneda de cambio para pagar el impuesto, huyó tan lejos que algunos aseguran haberla visto fundirse con las estrellas. Quizá por eso te encaminas ahora a lo alto del mundo.
 Te encaminas, caminas y llegas. Pero esa cima no es para ti. 
 Vuelve a casa, muñequita rota, el viento nunca se llevó bien con tu ropa. No te sientes en el borde. No de esta forma. No tan tranquila. Escucha el quejido de los relojes desolados.
 No te levantes. La brisa es traicionera y empuja tus piernas cansadas. No extiendas los brazos.
 Por mucho que desearas convertirlos en alas, no tienen poder para despegar en medio de la caída.
 Detén tu indolente balanceo. No tomes impulso. No termines la cuenta atrás.
 Un parpadeo, dos suspiros y una ráfaga enfadada con la que pierdes el aliento. Alguien grita.
 Tu nombre rasga el silencio con la fuerza de una lanza, rompiéndote en cien dudas y doscientas lágrimas de las que no vuelves a saber nada una vez abandonan tus pestañas.
 ¿Quién es? No queda allí más nadie que la luna aletargada dedicando su tiempo a jugar entre nubes.  Dudas entre echar raíces sobre las baldosas o precipitarte en un último vuelo y obedeces por ella, porque jamás has tenido fuerzas para negarle nada a la incansable guardiana de tus noches en vela. Su angustia te estalla dentro al posarte una vez más sobre la vida. Te concedes una última herida sangrante: dejar impresos tus dedos al borde de la cornisa. 
 Luego bajas, tiñendo cada escalón con una huella escarlata. Una vez tomas camino las piernas tiemblan, el suelo duele; la carne quema.

 Vuelves a casa, muñequita, más acompañada y menos ciega.

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